21.9.06

Ícaro, tal vez

(Fragmentillo)

Sonó tan inocente cuando se dirigió a mí y me lo dijo, con sorpresa, con asombro, con orgullo, que tuve que evitar sonreír siquiera y admitir su proeza cual descubrimiento científico, hecho sobrenatural y único. Cualquiera que no fuera su padre lo tildaría de estúpido, lo haría a un lado y continuaría su apacible lectura del periódico del domingo. Pero no pude hacerle eso a mi hijo Sebastián cuando frente a mi escritorio dijo que me demostraría que podía volar. Dejé de leer, doblando el diario en dos y haciéndolo a un lado para terminarlo después. Paradito e inalterable, su mirada se dirigía contra la mía esperando un signo de aprobación. Asentí, y él cerrando los ojos y sin decir una palabra más se dispuso a probarme su mágica levitación. Encogió sus piernas unos segundos y dio un salto elevándose lo más alto posible, y como era evidente, sin ningún instante del acto consumado, regresó al suelo tan rápido como ascendió. Luego, extenuado, me dijo: “¿Viste papá? ¡Volé un ratito!”. Asentí una vez más, intentando un gesto de sorpresa, y luego de una pequeña reflexión, seriamente le advertí que no intentara volar desde alguna altura considerable, que primero debía sostenerse durante más tiempo en el aire para que pueda llevar a cabo prácticas más sorprendentes. Le di un apretón de manos, y orgulloso le dije: “Muy bien hecho, hijo”.